lunes, 1 de agosto de 2011

LOS VIÑEDOS DE MUÑANA



La poderosa abandona la ciudad. Hay poco tráfico. Menos aún cuando enfila la carretera de la sierra y toma el desvío que conduce a la presa de Quéntar. Asciende sorteando curvas en paralelo al río Aguasblancas. La mañana es fresca, y en este lado del valle todavía hay umbrías por las que corre el aire de levante. Arranca de nuevo y asciende hasta la presa dejando el desvío de Quéntar a la derecha. La primera curva es cerrada sin llegar a la herradora, los carteles avisan a los ciclistas del peligro.  No están de sobra, teniendo en cuenta que una bicicleta de carretera tomará esa curva mucho más rápido que una motocicleta. En unos kilómetros se abren a la derecha las verdes aguas del pantano. El viento riza la superficie como una cota de malla. Las curvas se suavizan y los peraltes ayudan a la moto. Es zona de desprendimientos, hay que tener cuidado con la grava. Los bosques de antaño fueron quemados, vueltos a repoblar, y de nuevo quemados. Siempre habrá una mano perversa, una colilla lanzada desde un automóvil o un tizón de barbacoa que arrasen con todo.
En el puerto de los Blancares el aire de la mañana es frío, pero sin llegar a cortar el rostro. Nos cruzamos con algún ciclista que emprende el camino de regreso y me pregunto a qué hora habrá iniciado la jornada. En el descenso a La Peza aceleramos un poco aprovechando una recta, pero en seguida volvemos a reducir para contemplar el paisaje. Bosques de montaña, alamedas y huertas. El viento hace vibrar las hojas de los chopos y el sol produce destellos en el agua de los arroyos.
La Peza es un pueblo destartalado, con pinta de remoto, entre los restos de lo que antes fue un bosque de montaña, con un castillo en ruinas coronando la cota más alta. Entramos en el pueblo y callejeo hasta perderme en el corazón de la medina. En uno de tantos cruces, pregunto a una pareja de ancianos y me indican con un gesto del brazo.
Desde La Peza parte una carreterita deliciosa, lo que vulgarmente se llama un verdadero sacacorchos, que conduce a Baños de Graena, a través de un paisaje de huertas y viñedos, algunos de los cuales derraman los pámpanos sobre el talud hasta tocar la misma cuneta. Algo nos impulsa a detener la marcha y caminar entre las cepas.. Los racimos son aún inmaduros, pero algunas uvas tempranillo y cabernet empiezan a colorearse de tonos oscuros. El terruño es pedregoso y aparentemente estéril, aunque en su interior guarda una incalculable riqueza mineral. Incontables curvas más adelante, hay un desvío a mano derecha que conduce entre adelfas hasta la finca Peñas Prietas. Maquinaria pesada se afana en abrir túneles en la montaña donde ampliar la Bodega donde el tiempo y la oscuridad elaboran los vinos de Muñana. Desgraciadamente, una nave industrial –no muy grande, eso sí- de colores óxido, estropea la belleza de la finca. Alrededor de las bodegas se extienden cuidados bancales cubiertos de viñedos. Se diría que me he salido del país y estoy en alguna parte del sur de Francia. Pero no, no es cierto. Estamos donde estamos y seguimos el camino hasta el binomio Cortes-Graena, más concretamente hacia la pedanía de Baños de Graena, una aldea bellísima –al menos desde mi punto de vista- rodeada de casas cueva y con un pequeño balneario. La Poderosa se detiene bajo las ramas de un cerezo, junto a la entrada a los baños. Desde ahí se accede a través de un discreto jardín (templo asequible a los arbustos y a las flores silvestres) que conduce al edificio de los baños. A la sombra de un melocotonero descubro un banco de piedra donde, antes de salir, escribiré parte de estas líneas. Al otro lado de la carretera, atravesando la acequia grande, se alza una casa cueva de tres plantas con barandas trenzadas de cerámica hueca en forma de panales rojizos. La fachada ha sido primorosamente encalada, rematando cada una de los niveles con sabios aleros de teja. Salvador, un asiduo de las aguas termales que pasea en albornoz por el jardín, me explica que en la aldea hay varias casas cueva que se pueden alquilar por módico precio, pero que la de allí enfrente es privada. Le pregunto a Salvador sobre los baños y él me confiesa que viene a aliviar las artrosis de la edad y que al menos mientras está en remojo no está quejándose. Me pregunta por La Poderosa y le explico que lo del nombre es más bien una broma, porque tampoco es para presumir, pero que al fin y a la postre, me lleva donde me llevan las más potentes. Él me relata que tuvo una Vespa 200 de las buenas. Que le duró treinta y ocho años y que, a decir de las malas lenguas, anda todavía por ahí, dando guerra. Son duras las Vespas, digo yo con conocimiento de causa, pues tuve una, aunque no de las antiguas. Carne de perro, me dice Salvador. Y qué viajes, me cuenta con una sonrisa evocadora y los levantando las cejas hasta la línea del flequillo. Cuando llegaba el verano, relata Salvador, salía de Guadix antes de que amaneciera y me plantaba en el Cabo de Gata a medio día. No había playa que se me resistiera. Qué tiempos. Me mira con envidia, como miraré yo –con permiso de los años- a otro más joven cuando llegue el día en que no pueda subirme a La Poderosa.
Me despido de Salvador y cruzo un modesto patio hasta la entrada del Balneario. Si no fuera por la puerta, al gusto califal, coronada con tres celosías, se diría así al pronto, que podría tratarse de una parroquia. Pero no; de ninguna manera, nada que ver con el espíritu de resignación cristiana: aquí e viene a darle gusto al cuerpo, a paliar los achaques  y a adormecerse sumergido en la calidez de las aguas. No es mi caso, porque mi caso es volver a la Poderosa y emprender el camino de retorno hacia Granada

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