Voy a sacarte brillo, Poderosa, porque te encuentro más hermosa que un cuadro de Miró. Lamento la comparación, en realidad nunca me gustaron los cuadros de Miró. En cambio sí que me gusta mirarte después de sacarte brillo, y pensarte lanzada directamente al horizonte. Me gusta escucharte rugir y sentirme llevado por tu sencilla maquinaria. Luego, ya es otra cosa, no te puedo admirar como objeto, sino más bien como acción o incluso como sentimiento. Porque nadie salvo tú y yo, sabe lo que se siente al rodar por el asfalto, inclinándose en cada curva, administrando la caja de cambio y dejándose llevar por el paisaje que nos rodea. Nadie, salvo tú y yo, conoce el secreto de la total soledad en el camino, sentirse uno, hombre/máquina con corazón y carburador. Rodar sin prisa, sin tener que seguir el ritmo enloquecido de los que buscan llegar antes, de los que necesitan el sobresalto de la adrenalina en la sangre y el ruido ensordecedor en el escape. Mirar hacia atrás en la larga recta y comprobar cómo se mecen los altos cardos de la cuneta a nuestro paso. Quién sabría explicar con sencillas palabras lo que es deslizarse cinco horas seguidas por el módico precio de tres euros de gasolina sin plomo.
Pienso en esos escritores que hablan de la épica del fúbol. Cuando los escritores famosos no tienen nada que decir, acaban consintiendo en escribir cosas insignificantes y elevándolas a la categoría de históricas. ¡Cómo si un estadio de fútbol, con sus nosecuantosmil espectadores gritando al unísono, pudiera igualar al silencio de un hombre solo, subiendo una gran montaña! Sin cámaras, sin records, sin espectáculo, sin falso heroismo, sin ovación final. Pero, eso sí, con el frío alpino, con la nieve bella y traicionera, con la interminable agonía del esfuerzo sobrehumano, con los múltiples fracasos y las deshabitadas cumbres. Ascender montañas en solitario es lo contrario a la grandilocuencia: subir montañas es pura poesía.
La falta de significación, la ausiencia de emoción intelectual no nos atañe a tí y a mí, querida Poderosa, porque, aunque nadie nos vea, aunque no exista un locutor que hable de nosotros, tú y yo significamos algo parecido a un trocito de eternidad en medio del instante.
Que el viento nos dé en la cara y la luz del sol deslumbre en el acero de tu manillar, que tu cadencioso esfuerzo al subir cada puerto me enseñe a observar mucho más allá del paisaje.